sábado, 18 de agosto de 2007

Estaba de frente a la oscuridad de Clara Baserga




Comencé a percibirlos hace ya más de cinco años. Parecía gente normal, dentro de todo.
Al principio no me percaté de su existencia, y me remití a pensar que eran solo parte de mi imaginación, pero con el paso del tiempo empezaron a preocuparme. Distinguirlos fue todo un arte para mí, y llegué a la cuidadosa conclusión de que estos “entes” no tenían pies.
Caminaban entre nosotros, eran parte de nuestra vida, pero nadie los veía, salvo yo. Intenté contárselo a varias personas pero sólo se reían de mí. Igual no les daba mucha importancia, ya que simulaban ser inofensivos. O al menos lo aparentaban.


Hasta que me fui de campamento con tres amigos, que se habían enterado de mis visiones cuando recién me había dado cuenta de que convivían conmigo permanentemente. Pero nunca se rieron, aún luego de la experiencia en la cabaña. La alquilamos a modo de aventura. Era un bosque lejos de la cuidad. Se cernía sobre un enorme lago. Tenía dos cuartos: uno sería utilizado por nosotras, y el otro por los chicos.


Las primeras dos noches pasaron sin problemas. Durante el día estuvimos distraídos investigando la zona. Sin embargo, en el tercer día de nuestra estadía, reinó la lluvia y no nos permitió alejarnos de la cabaña. Teníamos abundante alimento así que no nos haría falta. Cada uno había traído consigo tres cobertores, en caso de que a alguien le faltase, aunque los chicos fueron lo bastante responsables como para acordarse de traer por su cuenta.
Nos reunimos todos en el cuarto de los chicos, abrigados, ya que era una noche fría a causa de la lluvia. Y, en ese ámbito, fue cuando sucedió. Hubo un gran apagón y en una ráfaga de segundo estábamos todos abajo buscando un par de fósforos. Mientras los chicos revisaban los cajones de los muebles del vestíbulo, yo me dirigí a buscarlos en la cocina.
De pronto lo escuché. Era un ruido crepitante. Madera. Fuego. Cien mil llamas ardiendo fervientemente resonaron en mi mente. Mi pulso se aceleró vertiginosamente y empecé a transpirar. Estaba totalmente paralizada frente a la ventana de la cocina. Podía ver cómo llovía afuera. Pero no me atrevía a darme vuelta. Un escalofrío recorrió cada una de mis vértebras, provocando un estremecimiento. De a poco, me di vuelta. No vi nada durante el poco tiempo que estuve sin ver. Estaba de frente a la oscuridad misma, pero la vida no me favoreció en ese momento y la luz volvió. Y entonces fue cuando la vi. Estaba parada en frente de mí , sus ojos fijos en mi cara. Una perturbadora sonrisa estaba dibujada en sus labios. Sentí nauseas y no podía enfocar mis ojos en ningún lugar. Lo último que vi, fue el lugar donde debían estar los pies de la chica. Debían.


Desperté al otro día con el ruido de la lluvia en mis oídos. Estaba acostada en mi cama y a mi lado se encontré tres bultos. Mi amiga estaba recostada en la pared, su cara demostraba cansancio y supuse que se debía de haber quedado cuidándome toda la noche. Malos recuerdos se atropellaron en mi cabeza e intenté disiparlos, pero no podía. Mi respiración se agitó, y esto provocó que uno de mis amigos se despertara. Me miró y al ver mi mirada ausente se acercó a mí corriendo. Me abrazó y me pidió que me calmara pero las imágenes se abultaban en mis pensamientos y yo ya no tenía contacto con la realidad. Había perdido toda relación con mi ser, mi alma ya no pertenecía a mi cuerpo. Desde este nuevo punto de vista pude observar al chico que sostenía mi cuerpo en trance sin entenderlo. Y vi cómo lloraba por él. Me acerqué para preguntarle qué le sucedía. De pronto pude entender lo que le sucedía y lo observé nuevamente pero con otros ojos. Comprendía todo lo que sucedía en esa habitación. Lo abracé y lloré con él.




Le conté lo que había sucedido y me ayudó a soportarlo. Al mismo tiempo él me contó lo que él había visto mientras buscaba la caja de fósforos: cómo me desmayaba sin sentido, como me cuidaron toda la noche. Habían llegado a la conclusión de que había tenido un paro cardíaco, tal vez causado por un ataque de pánico que hasta ese momento no entendían. Pasó bastante tiempo hasta que los otros se despertaron. Y hasta que no lo hicieron no solté la mano de mi amigo. Cada ruido, por más pequeño que fuese, me ponía la piel de gallina. Él me calmaba, era mi único sostén, mi ángel protector.




Su presencia me tranquilizaba ante cualquier situación. Menos la noche. A cada minuto que pasaba la sentía acercarse más y más. Y más crecía mi miedo, cada vez más lo sentía palpitando en mis sienes. Sabía que lo que había causado el ataque la noche anterior no era si no una de aquellas personas, pero esta me aterraba aún más que todas ellas. Este ente encerraba un misterio que debía ser revelado. El día transcurrió sin problemas. La noche cayó y yo no podía quedarme sola. Mis amigos hacían guardia, pero yo no podía separarme de Benjamín. Cada vez que se iba el miedo se apoderaba de mí . Me levantaba de la cama y empezaba a gritar su nombre. Mis ojos se ponían vidriosos y mi voz temblaba. Los otros intentaban calmarme pero nunca lo conseguían; me revolvía en la cama, como una niña caprichosa, esperando que viniera conmigo nuevamente. Y así fue como pasó la cuarta noche. Él durmió pegado a mí, y yo permanecí acurrucada contra su hombro hasta que me quedé dormida.


Amaneció nuevamente. Era el quinto día. La lluvia ya había cesado y el sol sobresalía por sobre los árboles. Desperté a Benjamín y le pedí que nos marcháramos. Nos levantamos, y aún tomados de la mano, salimos de la casa. Y entre los árboles la visualicé otra vez. Apreté la mano de Benjamín, y él paró y dirigió la mirada hacia donde yo la tenía. Una mano me tapó los ojos, y otra comenzó a tirar del la mía. No sabía lo que estaba ocurriendo. Sentí que alguien me alzaba con gran esfuerzo, aún la otra mano tapándome la vista. Sentí frío. Escuché un portazo y la vista volvió. La chica se acercaba al auto. Se abrió una puerta y Benjamín entró en él. Lo encendió apurado y solo se limitó a buscar un pañuelo que me acercó a los ojos. Lo último que vi fue la casa incendiándose y la sonrisa de la chica nuevamente. Después de eso sólo hubo oscuridad. Sentí un miedo aterrador, no lo podía soportar… pero esta vez pude percibir calor. Benjamín no soltó mi mano nunca durante el trayecto. Me repetía siempre las mismas palabras: “Todo va a estar bien”.




Llegamos a su departamento y me ayudó a bajar. Me quitó la venda y me abrazó. Subimos sin soltarnos y mientras el ascensor se acercaba a su piso llamaba a los otros dos que habían quedado en la cabaña. No lograba dar con ninguno de ellos. Puso el altavoz cuando alcanzó uno de sus celulares. Se escuchó una risa y el mismo sonido de la madera quemándose. Y luego la llamada se cortó.

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